La aparición de un colegio jesuita en Lekeitio está relacionada con el origen del fundador de la Compañía de Jesús Ignacio de Loyola, que tenía entre sus antepasados a algunos naturales de Lekeitio. Su nombre real era Don Iñigo de Oñaz y Licona y durante algunos estuvo enviando a varios padres jesuitas a este municipio de Bizcaia, con el objetivo de fundar un colegio; sin embargo, no llegaría a verlo edificado antes de morir, ya que no fue hasta finales del siglo XVII cuando se puso en marcha el centro de San José.

Fue el matrimonio formado por Don José de Mendiola, capitán de la marina mercante, y su esposa Doña María de Bengolea, ambos naturales de Lekeito, el que acordó invertir su residencia -el desaparecido Palacio Mendiola- y sus rentas para levantar colegio e iglesia para los padres jesuitas. El permiso para fundar un colegio de la Orden fue concedido por el General de la Orden, el Padre Tirso González, y por una carta fechada el 8 de enero de 1688, el primer rector del colegio, el Padre Andrés de la Reguera, comunicaba al Ayuntamiento de Lekeitio su intención de gobernar y regir el colegio y la iglesia. Pocos días más tarde se firmaría la escritura pública ante el notario Don Andrés de Goenaga.

Aunque el centro jesuita de San José recibió donaciones desde un principio, no siempre fueron suficientes, lo que repercutió en la tardanza de los trabajos, teniendo que ser el Señorío de Bizkaia el que ayudara a costear parte de los gastos de la edificación. Según algunas fuentes, hacia 1760, unos años antes de la expulsión decretada por Carlos III, no parece que se pudieran dar por finalizadas las obras.

El templo de San José mantiene la disposición habitual de las iglesias jesuíticas, con planta de cruz latina, una única nave dividida en tres tramos y capillas. La cubierta de la nave es una bóveda de cañón y en el crucero una cúpula semiesférica que descansa sobre pechinas.

San José de Lekeitio siguió el mismo destino que el resto de bienes de la orden después de 1767, la iglesia fue incautada por la Corona y pasó a ser administrada por una Junta de Temporalidades. Durante la Guerra de la Independencia sirvió de cuartel de las tropas napoleónicas sufriendo numerosos daños. En el siglo XIX, uno de los vecinos más importantes de la villa, José Javier de Uribarren adquirió el solar y emprendió las obras para la restauración de la iglesia.