Concesiones de títulos nobiliarios
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Una de las prerrogativas reales es la facultad de conceder títulos nobiliarios para premiar actos y servicios extraordinarios. La concesión es un acto graciable del soberano y, por tanto, la vida del título dependerá de las condiciones impuestas por éste en su creación. Hasta los Trastámara, los títulos nobiliarios no eran hereditarios. Existían los Ricos Hombres (hombres poderosos en haciendas y vasallos de gran linaje y privanza y autoridad con los reyes). Estos solían ser denominados para determinados cargos de administración de gobierno y justicia, y manejo del ejército en determinados territorios (marcas, condados, adelantamientos...) Así, durante la alta Edad Media, un conde era el tenente de un territorio que lo gobernaba con ese título, de forma temporal y como mucho de manera vitalicia. En el siglo XIII prácticamente habían dejado de existir. Con el advenimiento de la dinastía Trastámara se comienza a conceder títulos nobiliarios de carácter hereditario. En cuanto a la forma, en un principio se otorgaron mediante privilegio o reales provisiones en Castilla y cartas de infanzonía en Aragón. Posteriormente, se irá regulando la concesión de títulos. Por ejemplo, Felipe IV dispone en 1664 que no se pueda obtener el título de conde ni el de marqués sin haber sido antes vizconde. Carlos III, en 1775, dispone que no se concedan títulos a quienes no hubieran servido con sus personas al Rey o al público. A principios del siglo XX se dispone la Ley de 27 de mayo de 1912 por la que se dispone cómo han de conceder, y su regulación y control es competencia del Ministerio de Justicia. Las principales dignidades nobiliarias se gradúan de la siguiente manera: grandezas, ducados, marquesados, condados, vizcondados, baronías, señoríos y dignidades nobiliarias (por ejemplo, almirante y adelantado mayor de las Indias, almirante de Aragón o mariscal de Alcalá del Valle).