Todas las guerras son odiosas para cuantos sufren sus consecuencias, que son siempre negativas en todos los sentidos. Y la Guerra de la Independencia de 1808-1814 lo fue aún en mayor grado.
La guerra afectó por igual a los más de diez millones y medio de españoles que en aquel momento habitaban el país, aunque fue vivida de forma diferente según su condición social: hombres y mujeres, jóvenes y adultos, aristócratas y plebeyos, clérigos y laicos, militares y civiles, hombres de la administración, del comercio y de los distintos oficios, gente común de la calle y cuantos conformaban las élites dirigentes. El conflicto afectó a personas y grupos humanos diferentes, diversos en ideas, caracteres, lenguas y costumbres, y a una minoría partidaria de introducir cambios y reformas en una sociedad que estaba en crisis.
Sólo se puede entender este conflicto si lo situamos en el contexto de las guerras napoleónicas, dentro del proyecto soñado por Napoleón Bonaparte de configurar un nuevo mapa de Europa, frente a las decrépitas monarquías absolutistas dominantes.
Los Estados vasallos europeos los reinos de España, Italia, Nápoles y Westfalia, el Gran Ducado de Berg y el Gran Ducado de Varsovia, sometidos a los intereses de Francia, estuvieron dirigidos por el clan familiar napoleónico, junto a las federaciones ligadas al Imperio con un grado mayor de autonomía, como la Confederación Helvética y la Confederación del Rin. Su objetivo era frenar el poderío de Gran Bretaña en el continente europeo y en los mares, y controlar las riquezas y materias primas de las colonias americanas.
Las disensiones internas de la familia real española entre Carlos IV y el príncipe Fernando, en la llamada conspiración de El Escorial (1807), favorecieron los planes de Napoleón de sustituir y regenerar la vieja monarquía hispana. El motín de Aranjuez (1808), orquestado contra Godoy por un grupo de nobles del poderoso partido fernandino, obligó a Carlos IV a abdicar en su hijo. El nuevo rey, Fernando VII, entró triunfalmente en Madrid el 24 de marzo y, el día anterior, lo había hecho con sus tropas Murat, que había sido nombrado lugarteniente del Reino.
Los franceses no estaban de paso, como hicieron creer, sino que Napoleón tenía un plan claro de atraer a la familia real a Bayona para poner en Madrid a un nuevo Monarca. Los sucesos del Dos de Mayo madrileño y la represión de Murat, junto con las noticias de las abdicaciones de Bayona, sirvieron de espoleta para el levantamiento general de todas las provincias. La nueva monarquía de José Bonaparte era, a todas luces, una imposición humillante para la nación entera.
La guerra contra los franceses provocó en España una crisis general en todas las estructuras del Estado. Los problemas arrastrados desde finales del siglo XVIII salieron a la luz con toda su crudeza: la quiebra de la Hacienda Real por la disminución de los ingresos del comercio colonial y el incremento de los gastos ocasionados por las guerras contra Francia (1793-95), Inglaterra (1796-1802 y 1804-1808) y Portugal (1801-1802); las tensiones en el campo, sometido al dominio señorial; las luchas entre las élites por alcanzar el poder, godoyistas contra fernandistas; reformistas contra absolutistas; quienes se aferraban a los privilegios del Antiguo Régimen frente a cuantos querían dotar al país de una Constitución que convirtiera a los españoles en ciudadanos libres e iguales ante la Ley.
Con la excusa de llegar a Portugal Tratado de Fontainebleau, 1807, la ocupación militar prolongada de los ejércitos napoleónicos significó para los pueblos de tránsito una dura experiencia vital: alojamientos, bagajes, impuestos, requisas, humillaciones y violencia sinfín. La ocupación fue consentida por las máximas instituciones del Estado, desde el Consejo de Castilla a los capitanes generales y las Audiencias.
El vacío de poder y el clima de revuelta y de inseguridad que se extendió por todos los pueblos, ciudades y provincias tras la ocupación militar francesa, obligó a los grupos dirigentes y a los patriotas a reconducir la situación a través de las juntas. Rota la cadena de mando del Ejército, se dispuso la resistencia de la mejor manera posible, acudiendo a las organizaciones tradicionales de defensa en cada territorio, lo que convirtió esta guerra en la guerra irregular de guerrillas, que tanto incomodó a los franceses.
Muchos españoles dudaron de la eficacia de una lucha desigual, puesto que había que hacer frente al mejor Ejército del mundo de aquel momento. ¿Por qué luchar en tales condiciones, abocados a un fracaso seguro? ¿Cómo defender mejor las colonias y reinos de América? No importaba tanto el cambio dinástico como su objetivo: la regeneración de la vieja monarquía española. Pero el colaboracionismo con las fuerzas de ocupación fue visto, desde el principio, como una traición, por lo que se convirtió la contienda, en gran manera, en una guerra civil encubierta.
Conviene analizar en profundidad los efectos de la guerra. El primero, la fractura social que provocó y dividió a los españoles en bloques antagónicos irreconciliables, sin olvidar a cuantos se vieron atrapados aun sin quererlo en medio de uno u otro bando. El segundo, el cambio que se produjo en el ámbito militar, con la incorporación de la población civil a la lucha; el Ejército Real pasó a ser nacional. El tercero, la necesidad que hubo de articular un nuevo gobierno capaz de cohesionar la resistencia nacional e introducir las reformas necesarias en la nación. El cuarto, y más cruel, la pérdida de vidas humanas, la ruina económica y la devastación del país y la introducción de la cultura de la violencia.
Las guerras modernas, al igual que la Guerra de la Independencia, se caracterizan por ser lo que denominamos una guerra total, donde todo es válido, sin límite alguno, frente a los usos tradicionales. Todos los contendientes ejercieron la violencia y la represión sin ningún miramiento, como lo captó Goya en los grabados los desastres de la guerra, quien, de este modo, se convirtió en el primer reportero de las guerras modernas.
La guerra sesgó la vida de muchos españoles, provocó desplazamientos de la población, la destrucción de puentes, carreteras, casas, fábricas y haciendas, esquilmó el patrimonio histórico y retrasó el crecimiento económico durante tres décadas.
En aras de la victoria frente al enemigo, los jefes del Ejército, impulsados por los miembros de las juntas provinciales, se vieron obligados muchas veces a emprender acciones militares de dudosa eficacia. Muy pronto cundió el pánico por los fracasos continuos en el campo de batalla, lo que multiplicó las deserciones y los abandonos de los soldados dispersos. El patriotismo inicial disminuyó y los objetivos de la lucha fueron más prosaicos: la supervivencia y la defensa de lo más próximo la familia, la tierra y la propiedad.
Las cargas de la guerra recayeron en su mayor parte sobre la población campesina y los propietarios, que se vieron sometidos a una fiscalización impuesta por todos los contendientes: el Ejército de ocupación, el Ejército aliado luso-británico y el español, y hasta por los mismos guerrilleros. Además, contaba con los donativos que aportaron eclesiásticos y nobles, las colonias de América y la ayuda británica, junto a lo recaudado por la Hacienda central y las haciendas provinciales, a través de imposiciones extraordinarias. Gran cantidad de los pagos realizados por España a Inglaterra, en concepto de armamento y pertrechos de guerra, se hicieron con dinero procedente de Nueva España.
Las juntas y las guerrillas dieron una impronta especial a este conflicto, convirtiéndose en instrumentos de la revolución liberal española, fenómeno que trascendió también a las colonias y a la Europa romántica. A partir de los años 1808-1810, España y las colonias de América emprendieron el camino de la contemporaneidad. En los territorios de ultramar, el protagonismo de las élites criollas condujo, en 1808, a un autonomismo creciente, aún dentro de la fidelidad a Fernando VII, aunque a partir de 1810 se produjera una brecha clara hacia la independencia.
Pero todo fue un sueño. La España pensada por los liberales, o por los mismos afrancesados y josefinos, capaz de modernizar el país con la legislación de las Cortes gaditanas (la Constitución de 1812: abolición del feudalismo, de la esclavitud y de la tortura, libertad de imprenta, establecimiento de la milicia y del Ejército nacional, reconocimiento de los derechos individuales, supresión de la Inquisición), desapareció del mapa con el golpe de Estado de Fernando VII del 4 de mayo de 1814. El exilio y la represión de afrancesados y liberales impulsaron una constante en la historia contemporánea de España.
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